204 Años del Código Institutano

 204 AÑOS DEL CODIGO INSTITUTANO

  “Labor omnia vincit” -el trabajo todo lo vence-, frase que desde 1813 ha   marcado a los alumnos del Instituto Nacional.

Los 204 años del colegio más prestigioso de Chile está marcado por generaciones de elites intelectuales formadas bajo la presión y las expectativas de padres a niños sin edad suficiente para afeitarse, que tuvieron que aprender a masticarla porque, a veces, no había otro destino posible.

Julio Jaraquemada  (clase 70 y ex presidente del Banco Internacional)   cuenta que “todos los días te repetían el lema. Creo que eso es algo que ningún institutano ha olvidado y lo han practicado en su vida profesional”.  “El colegio tenía esa estrictez y crudeza que te enseñaban que la vida no era fácil. Pero eso generaba ciudadanos con cierta fortaleza”

El ex mandatario Ricardo Lagos destacó “el verdadero rol del Instituto, como una institución pública por excelencia, que seguirá siendo, entonces, el parámetro que queremos que nuestra educación pueda alcanzar”.

Antonio Skármeta agradeció “a los maestros que nos enseñaron con mucho cariño, a quienes nos formaron, todo el agradecimiento de tantos años”. Ese despojo del mundo de la niñez y la entrada como protagonistas al barrio cívico, dice el escritor (clase 57), “te hacía sentir la presencia de la historia. Junto al Instituto estaban la Casa Central de la Universidad de Chile, La Moneda, la Plaza de Armas, la catedral. También los ministerios. Tú sentías que eras parte de un eslabón republicano y democrático. La ubicación en el centro era decisiva, porque era un lugar donde convergían márgenes y periferias”.

El abogado Darío Calderón  (abogado, clase 63) dice: “Yo venía de Independencia, de la Plaza Chacabuco. Dos o tres venían de Las Condes. El resto, todos de abajo. Si partimos de cero y adentro éramos todos iguales nomás”. “Era un colegio riguroso, en que no había castigo físico, en que había un ambiente de respeto hacia el profesorado y los alumnos enorme”, cuenta.

Julio Jaraquemada recuerda que “antes los profesores eran verdaderos maestros. Te enseñaban las materias que correspondían y también los principios ante la vida”.
Después de decirlo, Jaraquemada agrega algo que pareciera ponerle número a esa angustia adolescente que hoy, con la perspectiva del tiempo, resulta difícil de cuantificar. “Claro, sacarse un 5 en el colegio era una cosa potente”.

Por eso es que cuando la madre de Sergio Bitar (ex ministro de Educación y de OO.PP y clase del 57) supo que su hijo había quedado, ella sintió “que era el éxito de su vida: yo había entrado a un colegio público de calidad. Porque la mía no era una familia que pudiera pagar mucho en educación”, cuenta él.

A veces, como en el caso de Segismundo Schulin-Zeuthen (clase del 62), presidente de la Asociación de Bancos, esa alegría venía acompañada del desprendimiento que significó para un niño de 12 años trasladarse de su escuela y la casa de sus padres en Coyhaique a una pensión en Alameda con Brasil, y a un colegio estricto donde las autoridades, como hoy recuerda, llamaban a los padres para pedirles que sacaran a sus hijos si no veían en ellos el potencial necesario para ser todo lo que ahí dentro debían ser.

Fernando Pérez, ex rector, recalca otra faceta del plantel. “El rol que cumple el colegio es materializar un concepto que a veces se pierde, que es la meritocracia. A este colegio llegan niños de 12 años de las más diversas situaciones socioeconómicas (…) de distintos estándares de vida, que luego se mezclan y se dan cuenta de la diversidad”.  

La ex ministra de Educación, Carolina Schmidt. “El Instituto es un ejemplo de educación pública, laica, con altos resultados académicos y cumple con uno de los más  grandes desafíos de la educación: ser  un verdadero motor de movilidad social”, señala.
El cambio pasaba, también, porque entrando al Instituto, como recuerda el escritor Alejandro Zambra (clase 93), el alumno perdía su nombre y se le asignaba un número de lista que él, que era el 45, el último de su clase, jamás olvidaría. Porque, como escribe en un cuento que aún no publica, en esas clases eran los profesores los que tenían derecho a nombre. No los alumnos.
Una parte de su cuento inédito, basado en recuerdos de esa época, dice así: “Recuerdas el frío aquella mañana en el cementerio. Un muerto, un pupitre vacío. Después lloraron en el bus del colegio, que llamaban el Caleuche, de vuelta. Y la frase que Pato Parra escribió, en un muro de su pieza, antes de matarse: ‘Mi último grito al mundo: mierda’”.

El economista del CEP Sergio Urzúa ex alumno de la generación 94, piensa que el Instituto “siempre ha generado pensamiento crítico. En todas sus generaciones, es parte de su misión. Tiene que ser siempre una olla a presión, pero con el fuego justo para que no suene el pito”. El problema, dice Urzúa, es que ahora podríamos estar cerca de que eso suceda.

Quizás, como dice el estudiante Ignacio Ríos, mirando el portón simbólico que une al colegio con la Universidad de Chile, donde espera estudiar Medicina, lo que sucede es que como mecanismo para defenderse de las humillaciones que sufrían en séptimo y octavo, los institutanos siempre terminaban descubriendo que su salvación estaba en saber más que el profesor. Que sobrevivir a ese colegio iba en la capacidad de adelantar los contenidos, para ponerse en una situación de ventaja. Un lugar, dice Ignacio, “donde tú puedas sacarle en cara al profesor si es que no vino preparado o si no puede resolver tus dudas. Porque sabiendo más que ellos, puedes ponerte en una situación donde tú y él estén al mismo nivel”.

El asunto, como diría Antonio Flefil, orientador del colegio, es el ruido. Los gritos de los institutanos y la voz, ahora sin límites ni autocrítica, que en esta sociedad se han creado. Porque a pesar de las crisis y las tomas y la presión que maduraron sentados sobre las micros, lo que a Ignacio le queda es el recuerdo de la última vez que volvió a su colegio Halley, en Maipú, a hablar con sus ex compañeros. De cómo después de todo lo que conversaron, lo único que pudieron preguntarle fue eso:
“¿Cómo sabís tanto?”.

El Instituto Nacional, con los 204 años que cumple este agosto, los 18 presidentes que por ahí pasaron, la selección competitiva de alumnos por lograr uno de los 700 cupos que se abren para séptimo básico y su misión, como dijo Camilo Henríquez en su inauguración, de “dar a la patria ciudadanos que la defiendan, la dirijan, la hagan florecer y le den honor”, ha seguido capturando la imaginación de este país por un motivo que, entonces, el fray omitió:

la promesa de movilidad social y un lugar en la universidad.

Fuente: La Tercera

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